Hace mucho, mucho tiempo, antes de que el mundo
fuera el mundo actual, había un hermoso rincón escondido entre las montañas.
Era un pequeño valle siempre verde, incluso cuando el frío golpeaba el resto
del mundo. En el valle había un hermoso lago alimentado por una catarata de
cristal tras la que había una gran cueva habitada por unos hombres primitivos,
hombres en el sentido amplio de la
palabra. Sus caras eran grotescas, como moldeadas en barro por unas manos
inexpertas, los ojos hundidos, grandes y oscuros, pelo largo, enmarañado y
negro como la noche. Estos hombres no cubrían sus cuerpos con pieles, porque no
sabía lo que era el frío, y se comunicaban mediante gruñidos y señas, pero su
inteligencia estaba bien desarrollada, pues conocían el mal.
Estos hombres no daban las gracias por las cosas buenas
que les rodeaban, pero sentían miedo y sabían que eso no les gustaba. A nadie
le gusta sentir miedo pero, en la actualidad al menos, tenemos una palabra para
ello.
Cuando estos seres sentían miedo pensaban en hacerlo
desaparecer y, para ello, llevaban a cabo unos extraños ritos que teñían de
carmesí las límpidas aguas del lago. Cuando el miedo hacia acto de presencia,
sobre todo cuando había tormenta, estos hombres, que no tienen ningún otro
sentimiento, elegían a una mujer joven (sabemos que era una mujer porque no
tenía barba y sus atributos eran distintos) y, entre cuatro de los hombres más
fuertes de la tribu, la reducían, aunque nunca llegaban a atarla porque su
inteligencia les había permitido percatarse de que algunas plantas, tomadas de
cierta manera o mezcladas entre sí, funcionaban para calmar a las personas.
Tras tomar la droga la mujer caía en un profundo
sueño del que raramente conseguía despertar. La muchacha era colocada en una tabla
de madera en lo alto de un árbol, bajo el cual encendían una hoguera. Los demás
integrantes de la tribu tomaban otra extraña droga que los transportaba a otros
lugares y les hacía experimentar otros sentimientos distintos al terror.
En medio de su éxtasis comenzaban a danzar mientras
emitían unos gritos tan desgarradores que eran oídos por todos los seres vivos
del valle. Bailaban alrededor del fuego, con las rojas llamas brillando en sus
pupilas y el sudor corriendo por su cuerpo. Mientras esto sucedía, la muchacha
continuaba –con suerte- dormida, ajena a todo.
Cuando ya no podían bailar más, apagaban el fuego y
bajaban a la chica, a la que colocaban sobre las cenizas y así, bloqueados por
el miedo y embotados por los efectos de las plantas, comenzaban a devorar a la
víctima en una suerte de sacrificio que tenía como finalidad el acabar con el
miedo.
MK!
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