Dije a mi padre que no había encontrado ninguno de nuestros animales, pero si un perro pequeñito, mi padre me dijo que era un lobo pero yo me hice la loca; aunque al principio puso muchas pegas finalmente logré convencerle para que se quedara en casa con nosotros.
Le di un poco de leche que el lobo engulló con un apetito voraz. Pobrecito. Cuando le dejé al lado del fuego para que entrara en calor ni se movió, sólo se acurrucó y me miró con sus grandes ojos negros, estaba helado y asustado, no paraba de temblar. Fui a por una caja vieja y la decoré pintándola de blanco y azul, en el interior coloqué unos cojines y trapos, luego le metí dentro. El pobrecillo se camuflaba entre su cama y, si no fuera por sus grandes ojos mirándote desde dentro, nunca podrías adivinar que ahí dentro había un pqueño lobo.
Los días fueron pasando y el chiquitín fue creciendo y haciéndose más y más grande...
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