Entre unas montañas perdidas en un recóndito lugar
de la Tierra, había un pequeño pueblo de gentes serias y taciturnas, oscuras y
frías como el bosque les rodeaba.
A este pueblo llegué, de forma casual, un frío día
de invierno. Ese año me había propuesto viajar por todo el mundo, conocer otros
países, otras culturas y otras gentes. Buscaba una nueva experiencia vital, por
eso vagaba sin rumbo fijo, andando de un lado a otro sin detenerme demasiado en
ningún lugar.
Al pueblo, del cual no digo el nombre porque no
quiera, sino porque no me acuerdo, llegué en un viejo autobús traqueteante.
Monté porque era el primer autobús que salía de la ciudad en la que había
estado durante un par de días, y me bajé en aquel pueblo cuando el autobusero
escupió su nombre. El hombre, picado de viruela, trató de convencerme para que
no bajase allí, su voz me sonaba aterrada y no sabía por qué. No tardé mucho en
descubrirlo.
En cuanto me dijo los horarios de los autobuses que
pasaban por aquel lugar, me bajé, notando el aire frío cortando mis mejillas.
Mientras el autobús se alejaba, pude ver al conductor mirándome a través del
espejo retrovisor.
El lugar en el que me encontraba era una carretera a
las afueras del pueblo, por lo que todavía tuve que caminar cerca de diez
minutos. Para cuando quise llegar ya quedaba muy poco para que la oscuridad
fuera total, y la temperatura descendía a una velocidad vertiginosa. Me subí la
cremallera de mi chaqueta hasta arriba, me calé el gorro hasta las cejas y me
envolví con la bufanda, metiendo después las manos en los bolsillos para evitar
congelarme.
Comencé a caminar por las calles del pueblo, pero no
vi a nadie a quien preguntar por un sitio en el que poder dormir. Ya estaba
pensando en regresar al bosque para buscar un lugar en el que poder acampar
cuando vi a una niña de no más de doce años, piel blanca y el pelo negro
recogido en dos trenzas que se balanceaban con cada paso que daba de forma
graciosa.
Nada más verme, sonrió mortecinamente y salió
corriendo. Después de dudarlo unos segundos, salí tras ella. Corrí por todo el
pueblo tras ella hasta llegar a una pequeña casa un poco más alejada de las
demás. De la chimenea de esta casa salía humo blanco; fue en ese momento en el
que me di cuenta de que no había visto humo saliendo de ninguna otra casa.
Estaba a punto de llamar a la puerta, cuando esta se abrió.
—¿Emma? —preguntó una señora anciana con el pelo
blanco y los ojos entrecerrados.
—No…lo siento —respondí yo—. Mi nombre es Momo y me
preguntaba si…
—¿Momo? ¿Eres amigo de Emma?
—Sí, Baba, es mi amigo —respondió la niña saliendo
del interior de la casa. Yo me quedé mirándola pensativo, ¿por dónde había
entrado a la casa?
—Encantada de conocerte, Momo, pero no son horas
para estar fuera, pasa, pasa. —La mujer se apartó y me dejó pasar al interior
de la casa. Apenas cerró la puerta, volvió a tomar la palabra. —¿Y qué te trae
por el pueblo, Momo?
—Momo ha venido a pasar unos días por aquí —respondió
Emma adelantándose a mí. Su voz era suave, pero carente de sentimientos. Baba
sonreía mientras asentía.
El interior de la casa era bastante pintoresco, todo
en perfecto orden, pero lo que me llamó la atención fue la gruesa capa de polvo
que lo cubría todo, era una capa uniforme, como si nadie hubiese habitado en
aquel lugar por largo tiempo.
Baba se sentó en un sillón de cuero gastado por el
tiempo y yo en una silla frente a ella que crujió al sentarme. Mientras Baba me
hablaba, Emma se dirigió a la cocina que había en la habitación contigua, yo
intenté ir en su ayuda, pero Emma se negó.
En lo que la niña calentaba la cena, Baba me contaba
historias de su juventud. Al principio me pareció entretenido, precisamente
aquello formaba parte de mi plan de viaje, escuchar viejas historias, pero
después de más de una hora, Emma empezó a preocuparme.
Baba parecía no darse cuenta de que yo estaba allí,
por lo que procurando no hacer ruido, me puse en pie y fui a la cocina, pero
allí no había ni rastro de Emma, y tampoco parecía que hubiese estado
preparando la cena.
Extrañado, decidí dar una vuelta por la casa
mientras llamaba a la niña, pero no aparecía por ningún lado.
—¿Pasa algo, Momo? —Preguntó Baba tras de mí,
sorprendiéndome. Yo me giré para decirle que solo estaba buscando el baño,
cuando vi algo que me espantó: la mujer, iluminada por la luz de la luna, pero
no era la misma Baba que había estado hablando conmigo durante cerca de una
hora, ahora solo era un esqueleto vestido con harapos que hablaba con la voz de
la anciana.
Aquella visión solo duró unos segundos, los que
tardó de apartarse de la ventana, momento en el que volvió a ser Baba, la
adorable ancianita, la abuela de Emma.
—Momo, la cena ya está lista, ¿bajamos? —Yo asentí
sin ser capaz de decir nada. En la pequeña cocina Emma estaba terminando de
poner unos platos con sopa, pero el espanto de la visión que acababa de tener
me impidió probar bocado.
Después de cenar Emma me llevó a mi cuarto, en donde
me encerré, temeroso de no sé muy bien qué. Me metí en la cama sin quitarme la
ropa, aunque no fui capaz de pegar ojo en toda la noche. En cuanto amaneció me
puse en pie y miré el horario que el conductor me había dado la tarde antes, el
primer autobús pasaba a las diez.
Todavía quedaban unas horas paras las diez, por lo
que salí de mi habitación y esperé en el salón cerca de dos horas a Baba y Emma
que, sin embargo, no aparecieron, por lo que garabateé una nota de despedida
que dejé sobre la mesa antes de salir.
A pesar de que ya era de día, tampoco vi a nadie por
las calles del pueblo, lo que me extrañó más que por la noche. Esperé al autobús
en el mismo lugar en el que me había dejado la noche anterior y, al hacerlo, el
conductor me miró extrañado, hacía mucho que nadie se montaba en aquella
parada.
—¿No conoces la leyenda del pueblo? —me preguntó
mientras pagaba mi billete. Yo respondí que no y el autobusero, que parecía
tener ganas de hablar, me contó la leyenda que se contaba sobre el pueblo.
Fue así como me enteré de que en aquel lugar, siglos
atrás, una bruja había lanzado una maldición según la cual, al morir, no
podrían abandonar el pueblo, sino que se quedarían allí, viviendo para siempre,
mostrándose solo en las noches de luna llena.
—Claro, que solo es una leyenda —dijo el autobusero
al concluir su narración. Yo me reí nervioso y dije que sí, que solo era una
leyenda, pero nunca he podido olvidar aquella calavera sin ojos que parecía
mirarme fijamente.